miércoles, 16 de mayo de 2018

Significado y tradición de los candelabros en el altar

En las Eucaristías del Camino Neocatecumenal es habitual ver colocado en el altar un candelabro de 7 o de 9 brazos, que se sitúa en el centro del mismo, y del que se desconoce a menudo su significado y tradición, vinculándolos, por error, a una mera reminiscencia judaica o simple arqueologismo que nada tiene que ver con la fe católica. Sin embargo su uso y significado permearon también en la Iglesia primitiva y en numerosas circunstancias a lo largo de los siglos, extendiéndose su uso y arraigo en las distintas tradiciones litúrgicas de la Iglesia. Si bien es cierto que en el judaísmo se usaba el fuego en el altar de los holocaustos (Lev. 6, 8-9), para el incienso y en el candelabro de siete brazos (fuego perpetuo) tras la destrucción del Templo y en las posteriores tradiciones hebreas el candelabro queda desvinculado de la principal fiesta judía, la celebración del Séder Pascual, sobre la que se fundamenta y hunde sus raíces la Eucaristía cristiana.






 El uso de los cirios desde los orígenes de la Iglesia tenía un carácter fundamentalmente simbólico. Lo ponía ya de manifiesto San Jerónimo: “En todas las iglesias de Oriente se encienden luces cuando ha de leerse el Evangelio, y aunque brille el sol. Naturalmente que esto no se hace para disipar la obscuridad, sino para expresar alegría” (Contra Vig., c.7). Lo mismo dirá siglos después el Micrólogo: no es para disipar las tinieblas que se encienden velas, sino para simbolizar la luz divina.


La luz es símbolo de su divinidad. Sin luz no puede haber vida, y permite ver las cosas cómo son; Dios es la fuente de toda verdad. “Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna” (1 Jn., 1,5); es el “Padre de las luces” (Sant. 1,17); y “habita una luz inaccesible” (1 Tim. 6,16). Aquel que es “Dios de Dios, Luz de Luz” (Credo); “irradiación de su gloria” (Hebr. 1,3). Esa Luz se revistió de carne, para dejarse ver por los hombres... “Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre”. “Ego sum lux mundi” (Jn. 8,12). “En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron”. (Jn.1) Salvo algunos, como el anciano Simeón que lo llamó “luz para iluminación de las gentes, y gloria de Israel” (Lc. 2,32)



En los primeros siglos de la Iglesia, aunque se utilizaban luces en las celebraciones litúrgicas, y en especial cerca del altar, los candeleros no se colocaban sobre el altar, sino que eran suspendidos del techo o fijados a las paredes laterales, o eran colocados sobre pedestales. No tenemos ninguna evidencia documental de que los candeleros fuesen colocados sobre el altar durante la celebración del Santo Sacrificio de la Misa antes del siglo X. 




Nuestros cirios y el candelabro judío


Según el O.R. 1 (s. VIII) mientras el Papa se revestía para celebrar, siete acólitos de la región de servicio esperaban con sus cirios. Cuando el Papa estaba listo, el subdiácono salía de la sacristía (‘secretarium’) y decía: ‘Accendite!’ (¡Encended!). Entonces los acólitos encendían sus cirios y avanzaban. Así el Papa va a encontrarse entre siete candelabros como Cristo, según al visión del Apocalipsis (2,1). A sus lados se hallaban el archidiácono y el segundo diácono; un subdiácono los precedía con el ‘thyamaterium’, hornillo que contiene incienso, y que servía para volver a encender los cirios y el incienso son señales de honor hacia el Pontífice.



León IV (847-855) declaró que sólo se podía colocar sobre el altar las reliquias de los santos y el libro de los Evangelios (Hamel, De cura pastorum). Antes del siglo X, ningún escritor que trata sobre el altar menciona candeleros sobre el mismo, pero sí mencionan a los acólitos que llevan velas, las cuales, sin embargo, eran colocadas en el piso del santuario o cerca de las esquinas del altar, como es todavía la costumbre en la Iglesia de Oriente. Probablemente en el siglo XII, y ciertamente en el siglo XIII, se colocaban luces sobre el altar; pues Durando (Rationale, I, III, 27) dice que "en ambas esquinas del altar se coloca un candelero para denotar la felicidad y alegría de dos pueblos que se regocijaron con el nacimiento de Cristo".



La costumbre de colocar candeleros y velas en el altar se generalizó en el siglo XVI. Hasta ese tiempo ordinariamente sólo se utilizaban dos, pero en fiestas solemnes se usaban cuatro o seis. En la actualidad se usan más, pero la rúbrica del misal (20) prescribe sólo dos, uno a cada lado de la cruz, por lo menos en la Misa rezada. 




En la Misa solemne se utilizan 6 velas; 7 en la Misa episcopal. Lo que se vincula con el candelabro judío. Sus 7 brazos eran alimentados con aceite de oliva, consagrado (Lev. 24,2) Y había sido confeccionado según la visión de Moisés: “... Y mira lo hagas según modelo que te ha sido mostrado en el monte”. “El candelabro era de oro, labrado a martillo ... Moisés lo había hecho conforme al modelo que Yahvé le había mostrado”. (Ex. 25,31-40; 37, 17-24; Num. 8, 1-4).



En el Apocalipsis se hablará nuevamente del candelabro de 7 brazos: “Al ángel de la Iglesia de Éfeso escríbele: ‘Esto dice el que tiene las siete estrellas en su mano derecha, el que anda en medio de los siete candelabros de oro ... Recuerda pues, de donde has caído, y arrepiéntete ... si no vengo a ti, y te quitaré tu candelabro de su lugar” (2, 1-5) “... y delante del trono había siete lámparas de fuego encendidas, que son los siete espíritus de Dios”. (4, 5). Y en 5,6, se nos dice que el Cordero degollado tiene siete ojos, “que son los siete espíritus de Dios en misión por toda la tierra”.



El número siete (7): respecto del número de brazos del candelabro dice Flavio Josefo que significa la santidad de Yahvé; y según Filón los siete planetas. Lo mismo que éste último dice Clemente de Alejandría, señalando que el brazo central simboliza a Cristo, Sol de justicia.

En todo caso, el 7 es sin duda, uno de los números más importantes en el simbolismo cristiano e indica siempre plenitud, perfección: siete fueron los días de la Creación; las edades del mundo; los Patriarcas; los ángeles que están en la presencia de Dios; los dones del Espíritu Santo; las virtudes fundamentales (3 teologales, 4 cardinales); los pecados capitales; los sacramentos; las peticiones del Pater; los planetas, los metales, los colores, las notas fundamentales; las artes liberales, etc.
Se ve claramente que es el número de la manifestación divina: ya que el 3 es el número divino (Santísima Trinidad), y el 4 el del mundo creado (4 elementos, 4 puntos cardinales, etc.)


Clemente de Alejandría añadía: “Cuando hubiere subido el más alto escalón que puede alcanzarse en la carne, todavía continuará, como se debe, cambiándose en mejor, aspirará a llegar, pasando por el número sagrado de siete, a la casa del Padre, a las moradas reales del Señor, donde se convertirá, por decirlo así, en una luz constante y eterna, y en todo aspecto perfecta e invariable”. (Strom. 7, 57, 5)


La actual Instrucción General del Misal Romano establece:

«117. Cúbrase el altar al menos con un mantel de color blanco. Sobre el altar, o cerca de él, colóquese en todas las celebraciones por lo menos dos candeleros, o también cuatro o seis, especialmente si se trata de una Misa dominical o festiva de precepto y, si celebra el Obispo diocesano, siete, con sus velas encendidas ».

En el Caeremoniale Episcoporum también se pide que entre las cosas a tener listas en el secretarium (especie de aula o salón, distinto de la sacristía, desde donde se sale para la procesión de ingreso) para la Misa con el obispo, se tengan siete (o al menos dos) candeleros con los cirios encendidos (CE, n. 125). 



Además el número siete, que como hemos dicho en la Escritura es símbolo de perfección, se usa para destacar la plenitud del sacerdocio de la que participa el obispo. Siete son los días de la semana, siete los diáconos para el servicio terrenal, siete los sacramentos, siete los dones del Espíritu etc. También fueron primitivamente siete las basílicas mayores, todas ellas en Roma aunque hoy solamente se consideran así cuatro –San Pedro, San Pablo, Santa María la Mayor y San Juan de Letrán–con la peculiaridad de que en su altar principal sólo puede oficiar el Papa.



El origen del uso de las siete velas viene de la época de la liturgia estacional como hemos recordado, en que el Papa, obispo de Roma, era acompañado de su séquito, turnándose para ello las siete divisiones o regiones de la Urbe romana. Quienes portaban los cirios encendidos eran los acólitos. También algunos autores apuntan al Apocalipsis donde se habla de siete lámparas ardiendo delante del trono. En definitiva, es un signo que expresa la preeminencia episcopal.



Tal vez en un comienzo los cirios tenían una función más bien práctica, porque la Misa se celebraba cuando todavía no había amanecido, o bien por las vigilias, o porque se celebraba en las catacumbas. Pero este no es el motivo principal, como escribe San Jerónimo a propósito de los cirios que se encendían para leer el Evangelio: "En todas las iglesias de Oriente se encienden cirios de día cuando se lee el Evangelio, no para ver claro, sino como señal de alegría y como símbolo de la luz divina de la cual se lee en el Salmo: vuestra palabra es la luz que ilumina mis pasos".



Por su parte, el n. 307 de la misma OGMR nos da el sentido de los cirios: "Los candeleros, que en cada acción litúrgica se requieren como expresión de veneración o de celebración festiva (cf. n. 117), colóquense en la forma más conveniente, o sobre el altar o alrededor de él o cerca del mismo…".



Hoy es frecuente ver que se coloquen los cirios de un solo lado del altar, lo cual empobrece mucho su sentido. El poner los cirios a ambos lados del altar tiene una simbología importante, sacrificial, dado que evoca el sacrificio que Dios mandó realizar a Moisés y a su pueblo entre dos luces (Ex 12, 6), o también lo del profeta Malaquías, desde donde sale el sol hasta el ocaso (como rezamos en la Plegaria Eucarística III), y también el Sal 113, 3: ¡De la salida del sol hasta su ocaso, sea loado el nombre de Yahveh! 





El candelabro de 9 brazos 

En las celebraciones eucarísticas del Camino Neocatecumenal, además de los dos cirios preceptivos a ambos lados del altar, se suele colocar un candelabro en el extremo central de nueve brazos (en algunas ocasiones de siete), de no mucha altura para no dificultar la visión del pueblo durante la consagración, y que atesora numerosos significados, todos ellos en íntima relación con las tradiciones del antiguo y nuevo testamento. 


En el antiguo testamento el número 9 tiene dos significaciones importantes. Por un lado el número 9 se encuentra íntimamente asociado al 6, 7 y 8, como se puede leer en el libro del Levítico capítulo 25, donde fue dada una ley relativa al año sabático: "Seis años sembrarás tu campo, seis años podarás tu viña y cosecharás sus productos; pero el séptimo año será de completo descanso para la tierra, un sábado en honor de Yahveh: no sembrarás tu campo, ni podarás tu viña”(Lv. 25, 3-4). ¿Qué comería el pueblo el séptimo año? "os mandaré mi bendición en el año sexto, de modo que producirá para tres años; sembraréis el año octavo y seguiréis comiendo de la cosecha anterior hasta el año noveno. Hasta que venga su cosecha, seguiréis comiendo de la anterior" (Lv. 25:20-22). He aquí una bellísima enseñanza bíblica: Entrar en el descanso de Dios es descansar de nuestras obras y esperar vivir por la bendición y providencia del Señor. Como resultado, entramos así en la abundancia de Dios que nos permite comer de lo que tenemos en el depósito hasta el año noveno.




El «7» significa que fuimos llevados al fin de nuestro antiguo «yo» y nos deshacemos de nuestras propias obras. Permitimos entonces que la vida resucitada dentro de nosotros, la cual es representada por el 8, número de la Resurrección, entre dentro de nuestro ser y así ponga su morada. El resultado es que la bendición sobre nuestra completa debilidad, tipificada por el sexto día, trae consigo suministro abundante hasta el «año noveno». El 9 aquí representa lo que Dios puede hacer mediante el poder de la resurrección cuando nosotros no podemos conseguir nada.

Es también relevante recordar que fue en la hora novena que el Señor murió en la cruz: "Mas plugo a Yahveh quebrantarle con dolencias. Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días, y lo que plazca a Yahveh se cumplirá por su mano" (Is. 53:10-11).



El otro significado está relacionado con el destierro de Babilonia, cuando se se reconstruyó el Templo con su candelabro de 7 brazos, la Menorah, que hacía presente la luz salía del Templo. Este período de estabilidad duró poco, pues Antíoco Epífanes conquista Israel y dicta leyes para que los judíos se asimilen culturalmente al mundo griego, quedando su fe proscrita.



Sin embargo los hermanos Macabeos se sublevarán para defender su fe y la libertad religiosa. Una vez conseguida se rehabilita el Templo y su culto, queriendo proceder al encendido del candelabro, con la dificultad de no disponer de aceite sino solo para un día. Milagrosamente el candelabro se mantiene encendido durante ocho días, dando tiempo a proveer el aceite. Estos acontecimientos los judíos los recuerdan en la fiesta de Januká, celebrada en diciembre y donde se conmemora que el pueblo hebreo ha sobrevivido (ha sabido conservar su fe) y que ese día, en medio de lo natural aparece lo sobrenatural. Esto último está íntimamente ligado al sentido Eucarístico, donde en medio de lo natural, las especies de pan y el vino, aparece la divinidad, Jesucristo. Por eso uno de los motivos por el que este candelabro tiene 9 brazos es el de recordar el milagro por el que en el Templo hubo luz durante ocho días, número de la Resurrección de Jesucristo, siendo el noveno el llamado el ‘servidor’ o de ‘servicio’ ya que los otros al tener la misión de anunciar el misterio pascual de Cristo, no han de servir para otra cosa y por tanto deben ser encendidos individualmente.



Además el número nueve es el número de juicio y de finalidad. También representa el fruto del Espíritu Santo, pues como indica San Pablo a los Gálatas (5, 22-23) hay nueve frutos del Espíritu.


El 9 viene después del 8, que representa el nuevo nacimiento. Cuando se tiene un árbol bueno, lo que se espera en seguida de él es un buen fruto. De la misma manera que el 9 sigue al 8, así también el buen fruto, el fruto del Espíritu se presenta como resultado del nuevo nacimiento. En la carta de San Pablo de 1ª Corintios 12, 8-10 vemos 9 dones del Espíritu: palabra de sabiduría, palabra de conocimiento, fe, sanidad, milagros, profecía, discernimiento de espíritus, lenguas, e interpretación de lenguas.




El Señor dio inicio al sermón del monte con nueve «bienaventuranzas», en relación al carácter de los discípulos en el reino celestial.

Muchos de los primeros escritos cristianos o cartas terminaban con el número 99, porque la gematría de la palabra «amén» o el «verdaderamente» de nuestro Señor es el 99. Esto nos recuerda nuevamente que el número 9, siendo 3 x 3, es un símbolo reforzado de la perfección divina.

En resumen, las velas y candelabros colocados en el altar nos recuerdan que Cristo, luz verdadera y nuestra Pascua, está verdaderamente Resucitado, y nos abre, con el misterio pascual que celebramos en el Santo Sacrificio del altar, donde se inmola el Cordero, un camino hacia el cielo, la Jerusalén celeste dónde nos ha ido a preparar un lugar.


¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!,
pues ya no eres esquiva,
acaba ya si quieres,
rompe la tela deste dulce encuentro.
............................................................
¡Oh lámparas de fuego,
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba obscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!


San Juan de la Cruz

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